viernes, 14 de diciembre de 2012

Cómo leemos lo que leemos



Nosotros, acostumbrados a leer a los clásicos en impecables ediciones, podemos caer en el error de pensar que sus textos siempre circularon como hoy los conocemos. Lo prime que tenemos que saber es que es absolutamente azaroso que conservemos determinadas obras, por ejemplo las que originalmente se pensaron para ser cantadas. Un caso similar es el del Cantar de Mio Cid, del que conservamos una sola copia, incompleta además, que ha llegado hasta nosotros por motivos punto menos que milagrosos. Incluso en el caso de las obras pensadas para ser leídas que sí sabemos que fueron publicadas y de las que nos consta que existen varios testimonios, el trabajo sigue siendo muy delicado. Fray Luis de León no fue enteramente conocido hasta que Quevedo publicó sus poesías en 1631, en edición que, según la opinión general, pudo ser mucho más cuidadosa. En tiempos muy recientes, el tristemente fallecido Agustín García Calvo publicó un interesante artículo en el que defiende que los más famosos poemas de Fray Luis presentan en sus versiones conocidas y aceptadas versos fuera de lugar y construcciones carentesde sentido. En ese mismo 1631, Quevedo dio a conocer, también en edición suya, la poesía de Francisco de la Torre, un autor hasta entonces desconocido. Aún hoy hay quien piensa que no era este poeta sino invención de Quevedo, autor, en realidad, de sus poemas.
Como sabemos, el primer trabajo del editor consiste en reunir todos los testimonios disponibles, todas las versiones existentes, del texto que pretende editar. Después, deberá examinar cuidadosamente estos testimonios hasta determinar la relación que hay entre ellos con el fin de establecer cuál es la versión más cercana a la mano del autor. Generalmente, el estudioso se enfrentará con testimonios de familias diversas, y deberá recomponer el original perdido como si de un mosaico se tratase, trabajando con las pequeñas y aisladas teselas que pueda obtener de cada versión con vistas a recomponer el original. De esta manera, pese a la aplicación de aquilatados métodos de crítica textual, la personalidad y el juicio del editor nunca podrán soslayarse, hasta el punto que muy diferentes pueden ser las versiones que distintos expertos ofrezcan de una misma obra. No es lo mismo leer el Lazarillo de Francisco Rico que el de Rosa Navarro Durán, y la diferencia se percibe ya en la misma superficie del texto.


Incluso obras bien conocidas y generalmente aceptadas, como la aquí tan citada poesía de Garcilaso, pueden presentar hasta en sus más famosos versos célebres disputas. El verso final de la estrofa primera del vigésimo tercer soneto de Garcilaso,

En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena,

es, en la edición de Fernando de Herrera (1580), y desde entonces en muchas otras, como por ejemplo de la de Consuelo Burrell para Cátedra,

En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena.

¿A qué se debe esto? Pues a que determinadas versiones apuntan en la primera dirección, toda vez que otras, menos, en la segunda; sin embargo, los defensores de esta última consideran más fiables los manuscritos o las ediciones antiguas en las que la segunda versión aparece.
Qué decir, por último, de todos aquellos casos que no nos han legado testimonios manuscritos o en los que disponemos de una única fuente. En esas situaciones, es el editor quien de acuerdo con su ingenio y su parecer debe limpiar de impurezas la versión conocida. Pongamos un ejemplo en este sentido.

Sola Numancia es la que sola ha sido
385
quien la luciente espada sacó fuera,

y a costa de su sangre ha mantenido

la amada libertad suya primera.

Mas, ¡ay!, que veo el término cumplido,

y llegada la hora postrimera,
390
do acabará su vida y no su fama,

cual Fénix renovándose en la llama.

   Estos tan muchos temidos romanos

que buscan de vencer cien mil caminos,

rehuyen de venir más a las manos
395
con los pocos valientes numantinos.

¡Oh, si saliesen sus intentos vanos,

y fuesen sus quimeras desatinos,

y esta pequeña tierra de Numancia

sacase de su pérdida ganancia!


Estos versos pertenecen a la tragedia La Numancia, de Miguel de Cervantes. Pues bien, ofrecemos estos versos en la lección de los eruditos Florencio Sevilla Arroyo y Antonio Rey Hazas. Al ir leyéndonos, quien disponga de un sutil sentido del ritmo, percibirá cierto tropezón en el v. 393. Encontramos entonces un verso endecasílabo dactílico o de gaita gallega, «Estos tan muchos temidos romanos», que disuena profundamente en el famoso y bellísimo pasaje en el que se ve inserto. Como es sabido, los endecasílabos dactílicos pueden combinarse de forma armónica únicamente entre sí; insertos en un conjunto de endecasílabos de otras clases, producirán efectos antirrítmicos casi siempre desaconsejables. Pues bien, Ricardo Rojas, sagacísimo estudioso de la poesía de Cervantes había enmendado el verso «Estos tan muchos temidos romanos» ofreciendo al lectura «Estos tan muchos tímidos romanos», restituyendo en el verso la acentuación correcta. ¿Cómo saber que Rojas no ha intervenido ilícitamente en el poema de Cervantes? Porque los «tímidos romanos» del verso 393 forman sistema con los «valientes numantinos» del verso 396; y dicha oposición, clarísima una vez advertida, no existe si leemos “temidos” donde debemos leer “tímidos”. Este es el trabajo del filólogo. 
En este interesatísimo vídeo podemos ver a Francisco Rico reflexionando acerca de estos asuntos y otros parecidos:

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