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Nosotros, acostumbrados a leer a
los clásicos en impecables ediciones, podemos caer en el error de pensar que
sus textos siempre circularon como hoy los conocemos. Lo prime que tenemos que
saber es que es absolutamente azaroso que conservemos determinadas obras, por
ejemplo las que originalmente se pensaron para ser cantadas. Un caso similar es
el del Cantar de Mio Cid, del que conservamos una sola copia, incompleta
además, que ha llegado hasta nosotros por motivos punto menos que milagrosos.
Incluso en el caso de las obras pensadas para ser leídas que sí sabemos que
fueron publicadas y de las que nos consta que existen varios testimonios, el
trabajo sigue siendo muy delicado. Fray Luis de León no fue enteramente
conocido hasta que Quevedo publicó sus poesías en 1631, en edición que, según
la opinión general, pudo ser mucho más cuidadosa. En tiempos muy recientes, el
tristemente fallecido Agustín García Calvo publicó un interesante artículo en
el que defiende que los más famosos poemas de Fray Luis presentan en sus
versiones conocidas y aceptadas versos fuera de lugar y construcciones carentesde sentido. En
ese mismo 1631, Quevedo dio a conocer, también en edición suya, la poesía de
Francisco de la Torre ,
un autor hasta entonces desconocido. Aún hoy hay quien piensa que no era este
poeta sino invención de Quevedo, autor, en realidad, de sus poemas.
Como sabemos, el primer trabajo
del editor consiste en reunir todos los testimonios disponibles, todas las
versiones existentes, del texto que pretende editar. Después, deberá examinar
cuidadosamente estos testimonios hasta determinar la relación que hay entre
ellos con el fin de establecer cuál es la versión más cercana a la mano del
autor. Generalmente, el estudioso se enfrentará con testimonios de familias diversas,
y deberá recomponer el original perdido como si de un mosaico se tratase,
trabajando con las pequeñas y aisladas teselas que pueda obtener de cada
versión con vistas a recomponer el original. De esta manera, pese a la
aplicación de aquilatados métodos de crítica textual, la personalidad y el
juicio del editor nunca podrán soslayarse, hasta el punto que muy diferentes
pueden ser las versiones que distintos expertos ofrezcan de una misma obra. No
es lo mismo leer el Lazarillo de Francisco Rico que el de Rosa Navarro Durán, y
la diferencia se percibe ya en la misma superficie del texto.
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Incluso obras bien conocidas y
generalmente aceptadas, como la aquí tan citada poesía de Garcilaso, pueden
presentar hasta en sus más famosos versos célebres disputas. El verso final de
la estrofa primera del vigésimo tercer soneto de Garcilaso,
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
con clara luz la tempestad serena,
es, en la edición de Fernando de
Herrera (1580), y desde entonces en muchas otras, como por ejemplo de la de
Consuelo Burrell para Cátedra,
En tanto que de rosa y azucena
se muestra la color en vuestro gesto,
y que vuestro mirar ardiente, honesto,
enciende al corazón y lo refrena.
¿A qué se debe esto? Pues a que
determinadas versiones apuntan en la primera dirección, toda vez que otras,
menos, en la segunda; sin embargo, los defensores de esta última consideran más
fiables los manuscritos o las ediciones antiguas en las que la segunda versión
aparece.
Qué decir, por último, de todos
aquellos casos que no nos han legado testimonios manuscritos o en los que
disponemos de una única fuente. En esas situaciones, es el editor quien de
acuerdo con su ingenio y su parecer debe limpiar de impurezas la versión
conocida. Pongamos un ejemplo en este sentido.
Sola Numancia es la que sola ha sido
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quien la luciente espada sacó fuera,
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y a costa de su sangre ha mantenido
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la amada libertad suya primera.
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Mas, ¡ay!, que veo el término cumplido,
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y llegada la hora postrimera,
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do acabará su vida y no su fama,
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cual Fénix renovándose en la llama.
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Estos
tan muchos temidos romanos
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que buscan de vencer cien mil caminos,
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rehuyen de venir más a las manos
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con los pocos valientes numantinos.
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¡Oh, si saliesen sus intentos vanos,
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y fuesen sus quimeras desatinos,
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y esta pequeña tierra de Numancia
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sacase de su pérdida ganancia!
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Estos versos pertenecen a la
tragedia La Numancia , de Miguel de Cervantes. Pues bien,
ofrecemos estos versos en la lección de los eruditos Florencio Sevilla Arroyo y
Antonio Rey Hazas. Al ir leyéndonos, quien disponga de un sutil sentido del
ritmo, percibirá cierto tropezón en el v. 393. Encontramos entonces un verso
endecasílabo dactílico o de gaita gallega, «Estos tan muchos temidos romanos»,
que disuena profundamente en el famoso y bellísimo pasaje en el que se ve
inserto. Como es sabido, los endecasílabos dactílicos pueden combinarse de
forma armónica únicamente entre sí; insertos en un conjunto de endecasílabos de
otras clases, producirán efectos antirrítmicos casi siempre desaconsejables.
Pues bien, Ricardo Rojas, sagacísimo estudioso de la poesía de Cervantes había
enmendado el verso «Estos tan muchos temidos romanos» ofreciendo al lectura
«Estos tan muchos tímidos romanos», restituyendo en el verso la acentuación
correcta. ¿Cómo saber que Rojas no ha intervenido ilícitamente en el poema de
Cervantes? Porque los «tímidos romanos» del verso 393 forman sistema con los
«valientes numantinos» del verso 396; y dicha oposición, clarísima una vez
advertida, no existe si leemos “temidos” donde debemos leer “tímidos”. Este es
el trabajo del filólogo.
En este interesatísimo vídeo podemos ver a Francisco Rico reflexionando acerca de estos asuntos y otros parecidos:
En este interesatísimo vídeo podemos ver a Francisco Rico reflexionando acerca de estos asuntos y otros parecidos:
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