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Solemos tender a identificar al yo que habla en el poema con el yo autobiográfico del poeta. Hace ya mucho que los estudiosos de la literatura nos han advertido de esta confusión, y no es raro que hablemos del “yo lírico” cuando escribimos un comentario de texto. Pero, pese a todo, me temo que aún no tenemos demasiado claro qué es eso del “yo lírico”; además, es también bastante habitual que cuando se explica qué es la poesía de la experiencia alguien salga con aquello de que los poetas de la experiencia contaban en sus poemas lo que les pasaba a ellos durante las largas noches de farra que tanto se les celebran, y que parece que hay quien estima más que sus propios poemas.
Empecemos por lo más sencillo. La
poesía es un constructor, un puro género de ficción, igual que lo es la novela.
Estamos acostumbradísimos a diferenciar en las novelas narrador de autor:
hagamos esa separación también en poesía. Bernardo Atxaga escribió una novela
titulada Memorias de una vaca,
protagonizada y narrada por una vaca. Lo mismo puede suceder en un poema.
Fijémonos en el siguiente ejemplo, obra del poeta sevillano Javier Salvago (1950).
Prestemos atención: durante las
primeras dos estrofas del poema, ¡parece que quien habla es un perro!, como el
propio verso primero remarca:
Le seguía los pasos como un perro,
como un caniche fiel y abandonado,
a debida distancia, por el gusto
de verla, sin pedirme nada a cambio.
Vigilaba su puerta y husmeaba
el aire para no perder su rastro.
La buscaba y mi corazón latía
al verla aparecer, desafinado.
La estrofa tres y el comienzo de
la cuatro no arrojan datos definitivos en contra de nuestra hipótesis, y podría
seguir pareciéndonos que quien nos habla en el poema es dogo enamorado:
La veía reír con sus amigas,
pasear sus coquetos quince años,
cruzar una mirada luminosa
con algún indeciso enamorado.
Le seguía los pasos por las calles,
sin hacerme notar, disimulando [...]
Entonces llega el final de la
estrofa cuarta y el principio de la quinta, y todo cambia de repente:
hasta que ya mi hermana destrozada
y harta de andar conmigo de la mano
me arrastraba a tirones hasta casa.
Ahora tenemos claro que quien nos
habla en el poema no puede ser un perro. Quien habla tiene una hermana a la que
lleva de la mano. Así que suponemos que se trata de un joven enamorado que debe
ocuparse de su hermanita, y que se lleva a la pobre a seguir a la chica que a
él le gusta hasta que la niña se cansa y protesta y a él no le queda más
remedio que volverse a casa. Todo parece encajar. Pero aún le quedan tres
versos más al poema:
Decía que mi juego era muy raro
y que estaba hasta el gorro ya de ser
niñera de un meón de cinco años.
¡Giro de 180º! ¡Resulta que la
niñera es ella, que es su hermana mayor, y que el narrador de este poema es un niño de cinco años enamorado de una
chica de quince, a la que sigue hasta que su hermana se cansa de andar
llevándolo de paseo!
¡Cuántos juegos ha permitido en
este texto la supuesta identificación inmediata entre poeta y yo lírico!
¡Cuánto jugo ha sabido sacarle Javier Salvago, a quien ves en esta foto, a algo en lo que apenas solemos
reparar!
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Pero vayamos ahora a tratar un
asunto algo más complicado que antes ya anticipamos: qué pasa con autores como
Jaime Gil de Biedma, que parecen hacer gala de directo autobiografismo en su
poesía. Pues bien, aunque nos resulte sorprendente, lo que hace Jaime Gil en
sus poemas no es muy distinto de lo que acabamos de ver en el de Salvago; de
hecho, Salvago es a este respecto uno de sus más aventajados discípulos. La
obra de Jaime Gil de Biedma consiste en la construcción de un personaje,
también llamado Jaime Gil de Biedma y así citado en algunos poemas, pero que no
coincide plenamente con el propio y encarnado Jaime Gil de Biedma. De hecho, el
personaje literario de Jaime Gil se compone de diversos materiales entresacados
de diversos poetas; entre otros, en la tradición poética española, no debe de
perderse de vista la influencia de Campoamor y de Manuel Machado. La pose de
desencanto y de cansancio tan de la poesía Jaime Gil es en realidad herencia
directa de los versos de estos dos poetas, tan amigos del desplante torero y de
la fingida autosuficiencia canallesca como máscara de su fragilidad. Lo mismo
cabe decir de Jaime Gil.
Además, la crítica ha repetido
con cierta insistencia que cuando Jaime Gil construyó su personaje poético,
cuando elevó a ese otro Jaime Gil de Biedma de papel, entonces dejó de escribir.
Su último libro, irónicamente titulado Poemas
póstumos, lo publicó a los treinta y nueve años, veintidós años antes de su
muerte. Como alguna vez explicó, él quería ser poema y no poeta.
En este vídeo (minutos 1:49 y 9:10) puedes ver a Jaime Gil de Biedma recitando sus poemas de memoria de una forma muy teatral, lo que resulta impresionante dada la extensión de los textos que era capaz de recordar sin titubeos:
Finalmente, te propongo que
investigues un poco y busques en red el poema “Albada”, de Jaime Gil de Biedma,
y “La canción del alba”, de Manuel Machado. Te sorprenderá encontrar multitud
de concomitancias, y aún más advertir cómo muchos elementos supuestamente
biográficos del poema de Jaime Gil en realidad provienen directamente del de
Manuel Machado. Por cierto, hace poco tiempo se dedicó una película, El cónsul de Sodoma, a reconstruir la biografía de Jaime Gil de Biedma: aquí tienes el tráiler.
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